En medio de un camino húmedo se encuentran dos samuráis.
El uno viste con lujo, destacan de sus rojas ropas un kimono lleno de adornos.
El otro, en cambio, porta un traje de sencilla apariencia, sin aliños, de un azul grisáceo apenas perceptible.
Ambos tienen el rostro sereno. Ambos son la representación del valor y la fuerza.
El Samurai de azul parece lejano en su pensamiento, y en su mirada extraviada se lee una profunda confusión. El samurai que viste de rojo tiene la ropa empolvada y sus pasos cansados revelan una batalla recientemente vivida.
Al encontrarse sus ojos nace esa mirada de desafío, estudiada. Se identifican de inmediato como antagonistas, de dueños enemigos, y al segundo se declaran en duelo, tal como corresponde a un samurai de buena cuna. Al cruzar la mirada entre ellos se define inmediatamente la situación:
El de rojo, después de una pausa se encorva y da dos pasos a la derecha llevándose la mano a la larga katana. El de azul también toma su postura, y en la tierra se dibuja el trazo de ese círculo que estrecha y tensa a los combatientes.
En un momento, el rojo levanta su katana al aire, y en furioso movimiento corre hacia su oponente, inclinado el cuerpo hacia delante, blandiendo su espada. El otro le espera erguido, y un segundo antes de recibir el tajo detiene el impuso del enemigo cruzando su katana. Ese sonido metálico y cristalino, revelador de la fuerza de los combatientes, es lo único que se oye en el bosque. Tal como se anuncia el espíritu de dos combatientes.
Después de retirarse y volver a la pelea en varias ocasiones, la katana roja no se queda quieta, aumenta en intensidad y repetición su acometida: tras un primer golpe se ha ingeniado otro, trazado en el aire de derecha a izquierda y de arriba hacia abajo;
con breve giro sobre sí mismo el de azul se encuentra con el hierro enemiga, sosteniéndolo por instantes, parando el nuevo golpe.
Tras unos minutos de comenzada la lucha, ambos guerreros dan señales de cansancio y su violencia casi ha desaparecido: el de azul, sin embargo, parece no poder contener más los embates.
La lucha silenciosa se vuelve un poco absurda. Sin pasión, casi mecánica.
Entonces, al bajar su brazo, el samurai azul recibe un tajo entre la cabeza y el hombro, que penetra hacia el corazón, como si de un tronco se tratara, golpe que ha permitido salir limpiamente al sable.
Se desploma sobre una rodilla y se lleva la mano libre al hombro, sabiendo que esta será su última guerra.
Mira a su antagonista y descubre en sus ojos ese atisbo de piedad muda que le evitará suplicar.
Y tal como lo prevé, el samurai rojo le obsequia, en su último momento, el honor de cortarle la cabeza de un tajo.
Aquella breve comunicación disipó la confusión del vencido: ya no más se torturaría pensando en lo que esta vida le había deparado, y en su suerte encontró un alma fuerte que le ayudó a comprender.
En el alma del vencedor no hubo duda, pues conoció que su oponente era valiente y merecía el honor de una muerte segura.
Apenas cayó tendido en el suelo, el guerrero reúne cabeza y cuerpo y los levanta y lleva a un lado del camino. Entonces con sus manos empieza a cavar una tumba. Coloca cuidadoso los restos del samurai, retirando su espada y ropas. Al final, cubre el cuerpo con la tierra, y tiende encima el ropaje y clava en el barro la katana.
Antes de partir, se inclina hacia la tumba. Aparentemente elevó una plegaria. Seguramente llevaba las palabras “valiente” y “honor” en sus labios.